He estado paseando por el blog de esa Canija* (la mía) que no se cómo (ni ella tampoco, seguro) va viviendo casi, casi, las mismas cosas que yo. Incluso al mismo tiempo. Allí he encontrado esta canción que ella puso por las mismas razones que ya la pongo aquí:
Caminaba sin dirección
malherida del corazón,
sin ganas de vivir.
Refugiandome en el dolor,
esperando por un amor
que jamás parecía llegar
pasé mil noches entre lágrimas
rogandole al destino
una señal.
Cuanto más busqué
más sufrí,
más luché
más profundo caí
más lloré
no había nadie allí
consolándome
y cuando al fin de pelear
me cansé
y sola en mi soledad me quedé
el cielo te envió
te encontré.
Eras tú, no cambían dudas
pero después de tanto tiempo a oscuras
me podía equivocar.
Beso a beso me convencisite
en mi alma un jardín hiciste
y floreció por fín el amor
valió la pena tanta espera
que hoy la primavera renace en tí.
Estas aquí
y siento que hoy hay un mañana
de amor.
Porque a ellos les veremos,
y porque espero que nosotras
también, algún día, lo hagamos.
"¿Cuántos años hacen falta, se preguntará dos noches más tarde, tendida a solas en la cama del motel cutre, escuchando a los perros ladrar a la luna anaranjada de Nashville, para que el estúpido peso del tiempo acabe con la emoción del matrimonio? ¿Cuánta suerte hay que tener para que el amor gane la partida al tiempo?"
…
Había recorrido un largo camino hasta llegar allí, de hecho nunca hubiera imaginado los kilómetros que llegaría a hacer a lo largo de su indefinida vida, y aún hoy le faltan muchos.
Vino al mundo desprovisto de prenda alguna y sin saber hablar ni expresar nada, se compuso pieza a pieza en un largo y laborioso camino fruto del trabajo de numerosas manos, muchas de las cuales ahora no le aprecian en absoluto y ni siquiera se acordarán de él, desde las que talaron el árbol del que saldría hasta las que le pusieron el sello para ser expuesto y vendido. Sí, vendido. Pudo haber acabado siendo mueble, pero fue libro.
Se le pudo ver muchos días en un puesto de la calle Libreros, pero quizá por su discreción –tomo fino de tapas blandas y nada ornamentadas, blanco, sólo amarillento por el paso del tiempo, sin tan sólo una ilustración en alguna de sus páginas. – tardó en ser adquirido la última vez que se puso en venta. Era ya un libro de segunda mano, o de tercera… cuarta. Fue comprado por un capricho, por ser algo distinto, por esa misma discreción que le hacía diferente a los demás, pero no para ser leído. Su comprador lo dejó entre el resto de su colección, la que le llenaba las estanterías del salón haciendo juego con unas cortinas de corte clásico.
Un día la sobrina menor de aquel señor, del coleccionista de libros para decoración, encontró aquel libro. Un libro incoherente para su edad, incomprensible para una mente tan temprana desde la primera página, pero a la niña le llamó la atención y después de husmear sus páginas, su color, su tacto, y hasta su olor, lo guardó a escondidas en un pequeño bolso azul que llevaba siempre consigo. Aquel libro acompañó a la pequeña allá donde fuera durante muchos años. Muchas veces lo usaba, por ejemplo, para fingir que leía revistas del corazón mientras esperaba turno en la peluquería imaginaria a la que “iba” con su prima, cuando jugaban. Otras abría sus páginas de forma curiosa y leía al principio unas palabras sueltas, de páginas sueltas y dispares también, después pequeñas frases, pero pronto se cansaba. No entendía nada, pero seguía llevando el libro consigo.
Un día la niña cerró el libro con nostalgia, despacio y apunto de derramar una lágrima. Fue el día que leyó la última palabra que en él estaba escrita tras haber conseguido hilar la trama. No fue el final de la historia el que la inundó de esa extraña tristeza, fue el darse cuenta de que había acabado, que tras esa página no encontraría ninguna palabra más después de tanto tiempo junto a él. No obstante, también se dio cuenta de todo lo que había aprendido desde que lo tenía. Ella había crecido y el libro con ella también. Después de ese libro, del descubrimiento que la supuso y la puerta que le abrió a la lectura, vinieron otros tantos más.
Quizá ahora no tenga un lugar privilegiado en la biblioteca, tan sólo un lugar más junto al resto de los libros, pero tanto él como sus compañeros han estado en momentos en los que otro nadie no podría ser mejor compañía. Aquel que le llenó de palabras estará orgulloso de él, pero él también lo está, y agradecido.
AnaB.DzSz.
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Mucho tiempo sin escribir prosa, sobre todo por aquí,
hoy vuelvo y lo hago con una colaboración especial…
Escribiendo a cuatro manos.
Partiendo de la frase "La última vez que se vieron eran todavía adolescentes",
propuesta en El CuentaCuentos.
La última vez que se vieron eran todavía adolescentes. Apenas habían pasado unos años desde la última vez que habían estado en contacto, pero estar en contacto no es solamente verse, y ellos, además, se habían visto poco. Los sueños de adolescentes, las ilusiones, se van con el tiempo, sobre todo cuando hay batallas de por medio.
Los recuerdos se quedan, permanecen, pero a medida que crecemos los dejamos hundidos, dentro de nuestro ser, como pieles de serpiente que no se desprenden pero quedan enterradas por nuevas y mejores escamas… Lo romántico y platónico de la adolescencia se convierte en pasado en el futuro… pero cuando el azar, si es que es el azar, une a dos personas que están predestinadas, no hay guerra que pueda separarles…
Carla había sido una niña alegre, vestida por su madre con lacitos rosas y calcetines que siempre acababan descolocados y maltrechos, siempre corriendo por la calle. De pequeña parecía que no sabía hacer otra cosa más que correr, fuera para lo que fuera. Era un culo inquieto, que se dice, sin embargo, en el momento en el que estalló la contienda su ánimo cambió, y ahora, una vez acabada la guerra, se le podía ver pasar todas las tardes sentada, sin fuerzas y con gesto triste, en un banco del parque. Recordaba día tras día, noche tras noche, lo que había vivido durante aquellos años que parecían haberla envejecido y secado todas las ilusiones que de pequeña había tenido.
Estuvo ayudando en el hospital de campaña como enfermera, aunque su padre se negó completamente desde un principio. Carla sólo quería ayudar a aquellos jóvenes, moribundos, que entre gritos de dolor llamaban a sus madres, los que eran mayores, casados, llamaban a sus esposas, lejanas, ignorantes de que la parca estaba a punto de quitarles a sus amados de entre sus brazos. El rostro de Carla se tornó blanquecino, enfermizo, apenas comía, apenas dormía, ya no distinguía el día de la noche, sólo corría, yendo y viniendo, en un vano intento por arrebatar de las zarpas de la muerte a todos cuantos pudiera. Sonreía a los heridos como pudiera sonreír una calavera, fría, imperturbable, pero con una diminuta luz de esperanza al ver un atisbo de alegría en las ensangrentadas caras, en los ojos turbios y los rostros desencajados por el dolor; pero esa esperanza se desvanecía poco a poco mientras que la guerra no cesaba, los gritos no callaban, la sangre seguía empapando los suelos de baldosas blancas del hospital y el cuarto jinete se llevaba presuroso a los moribundos. Su ánimo se desvanecía, hasta que un día lo vio.
No serían más de las tres del medio día, los gemidos de los heridos, casi imperceptibles, agotados por el cansancio del paso inútil y monótono de los días, era lo único que rompía el silencio de una sala vacía de posibilidades –en cualquiera de los sentidos– antes de que él empezara a hablar.
– Todos estamos aquí por la misma razón, una inútil y vaga razón, pero una razón al fin y al cabo.
Carla levantó la cabeza, dormitaba sentada cuando escuchó al enfermo que tenía tumbado en la camilla improvisada a su lado. – ¿Cómo?
– Que todos estamos aquí por algo, por lo mismo, aunque no sepamos lo que es ese algo.
–¿Y qué es?
–¿No se lo he dicho?, no lo sé.
Carla se recostó y se acercó al soldado – Están aquí por toda esta maldita guerra… – dijo.
–No me refería al hospital, señorita. Me refería a la vida… a veces el estar en esta vida, pero tan paradójicamente tan cerca de la muerte te hace ver las cosas… de otra manera.
–Ah, ¿sí? – Pregunto escéptica Carla.
– Sí… bueno…, yo ahora mismo tengo la perspectiva de… de un hombre que está tumbado… –El hombre, cubierto de vendaje y sangre, sonrió. Hacía mucho que no veía nacer una sonrisa sincera de uno de sus pacientes, hacía mucho que no veía una sonrisa así de nadie… Entonces, como por contagio, sonrió ella también. Y sonrió ese día y muchos más que los siguieron hablando desde la perspectiva de un hombre tumbado unas veces, otras desde la de uno sentado. Desde la de las personas que eran, los niños que fueron o, incluso, imaginando cómo sería la que tendrían dentro de unos años que no sabrían si llegarían.
En ese tiempo Carla y el soldado se conocieron sin hablar apenas de sus vidas, sin hablar de nada transcendental y haciéndolo al mismo tiempo. No obstante, todo lo malo tiene su fin; la guerra en la que se habían visto inmersos “terminó” y él se fue recuperando. Cuando estuvo en condiciones de realizar un viaje largo lo trasladaron , pero lo hicieron un día y a una hora en la que Carla ni siquiera estaba en el hospital de campaña. No pudieron despedirse.
Carla se levantó del banco, y fue adentrándose en el único lugar donde siempre podía ir a despedirse de aquel hombre que le había hecho sonreír. A medida que avanzaba por el camino de cipreses su semblante, triste, cambiaba. Depositó suavemente las flores llenas de vitalidad, resplandecientes, pero seccionadas y arrancadas de la tierra, condenadas, pues, a perecer en el frío mármol junto a las otras rosas, que yacían ya marchitas, secas pero aún hermosas.
Carla se dio cuenta de que no había sido el destino quien junto sus vidas, ni el azar. La única fuerza que junta a dos espíritus hechos el uno para el otro es la muerte.
Darío y Ana.
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